miércoles, 10 de noviembre de 2010

Julieta

¡Ah, gentil Romeo!

Si me quieres, dímelo de buena fe.

O, si crees que soy tan fácil,

me pondré áspera y rara, y diré « no »

con tal que me enamores, y no más que por ti.

Mas confía en mí: demostraré ser más fiel

que las que saben fingirse distantes.

Reconozco que habría sido más cauta

si tú, a escondidas, no hubieras oído

mi confesión de amor. Así que, perdóname

y no juzgues liviandad esta entrega

que la oscuridad de la noche ha descubierto.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Mentira

_ ¿Te gustó?
_ Sí

domingo, 7 de noviembre de 2010

El martillo

Hace poco me dio por decorar mi departamento, en el que habito hace poco más de cuatro años. Decorar mi departamento implica básicamente decorar sus paredes, ya que sus dimensiones no hacen lugar a demasiados objetos suntuarios. La no posesión de martillo fue una de las causas principales debido a las cuáles la decoración se retrasó un poco. Pero, estando próxima a abandonar el país, motivada quizás por la extensa permanencia realizando mi tesina, me surge la pulsión por clavar. Clavar lo que sea clavable a la pared por medio de clavos, objetos que, aunque parezca extraño, siempre hubo, de varios tamaños y formas.

Aprovechando una visita a lo de una amiga, le pido prestado su martillo. Primero le pregunto si tiene y, ante su respuesta afirmativa, le pido prestado su martillo.

El martillo no es el artefacto pesado e incómodo que imaginaba. Es más, es bastante liviano, práctico y manipulable, con decir que fácilmente puedo guardarlo en mi enorme cartera para trasladarlo por las quince cuadras que lo separan de mi casa. Empero, rigurosamente evito sobrecargar mi cartera hasta de objetos livianos, por el bien de mi cartera pero sobre todo de mi hombro. Así que decido caminar hasta mi casa con el martillo en la mano.

A. se quiere ir del país porque le robaron el Blackberry. A mano armada, en un hecho de obvia implicancia traumática. Ahora insiste en que no puede salir a la calle sin que le roben. Con este ya van cuatro hechos de inseguridad que empañan su historia en Buenos Aires: ya tres veces le habían pungueado la billetera. Teme transitar por las calles de esta ciudad pensando que una muerte violenta la está esperando a la vuelta de cada estadística, en la esquina de cada historia, a la plena luz del día de los medios o en la noche de las desgracias que se relatan de boca en boca.

Yo sufrí cuatro episodios de inseguridad. Una vez me sacaron una pequeña billetera con siete pesos de una carterita Candy bandolera. Otra vez, en un amontonadero del 124 con habilidad robaron mi billetera con 25 pesos, dos boletos capicúas y una tarjeta de débito. Nunca más guardé boletos capicúas. Fue peor cuando en hora pico, intentando salir de la estación Pellegrini entre una marea de gente que avanzaba despacio, me agarró un repentino ataque de paranoia mientras, sin darme cuanta, alguien abría mi mochila y se apoderaba de mi Motorola C115 monocromático con plan prepago, obligándome a comprar nuevamente el teléfono "más barato" que había pasado de valer ochenta a valer ciento cincuenta. Pero el más traumático fue durante el cumpleaños número 20 de una amiga. Su amplio departamento estaba lleno de gente amiga, gente que yo más o menos conocía y sus compañeras de la Universidad Austral. Como corresponde, dejé la cartera en la pieza, sobre la cama, junto a las demás carteras. Al regresar en un taxi, me percato de que alguien la había abierto, sustrayendo todo el dinero que tenía. Por suerte que no iba en taxi sola y los demás se ocuparon de pagar mi parte. Este último suceso debe contabilizarse como víctima de delito, como hecho de inseguridad, como caso testigo de la caida de un capitalismo imposible donde el desconocimiento de la propiedad privada ha sido sistemáticamente integrado.

Como eran cerca de las 12 de la noche, y desde que la dueña del martillo fue víctima de robo en la puerta de su casa, el alegre paseo me da un poco de aprehensión. Así que eso agrega un plus de practicidad al martillo, pienso, quién se acercaría a hacerme daño portando ese amenazante arma en la mano. Camino hacia mi casa, más rápido de lo habitual, no tanto por miedo sino por el pudor que me lo que estaría pensando la gente al ver a una damisela con semejante artefacto en la mano. Pienso en lo liviano que es. Pienso en cuantas situaciones violentas podríamos evitarnos simplemente si nos acostumbráramos a llevar un martillo en la mano por la vía pública. Pienso y un frío me corre por la espalda.